–¿Qué ha pasado? –habló la figura de un hombre que aparentaba alrededor de ochenta años. Se encontraba sentado en una sala con muebles confeccionados en madera; su mirada fija en los copos de nieve tras la pequeña y única ventana de la estancia. Frente a él, se hallaban dos hombres: uno joven de ojos claros con mirada conciliadora, el otro de mediana edad, con pupilas rojas y dientes tan amarillos como un girasol.  Uno de ellos miraba de reojo al anciano, quien sacó una pipa de su bolsillo, compactó el tabaco y acercó un mechero a la boca. Después de varias caladas, un humo con olor a vainilla le cubrió el rostro.

–La han encontrado –dijo el más joven al dar un paso hacia el anciano. En una mano portaba un cuchillo de mango dorado grabado con símbolos enoquianos.

–¿Salomón? –inquirió el anciano mientras daba una buena calada a su pipa.

–Tal cual lo predijo –aseguró el de pupilas rojas, tembloroso.

El anciano se puso en pie y encaró a sus dos acompañantes, su mirada pasó de uno a otro intermitentemente.

–Tiene que estar en nuestro poder –exigió, autoritario.

–Él nunca lo permitirá –contestó el de ojos claros.

–No se lo preguntaremos, es una orden y como miembro de la cofradía debe cumplirla –dijo el anciano, colérico.

El hombre de sonrisa amarillenta soltó  una carcajada, el temblor de sus manos se diseminó a todo su cuerpo. El anciano tomó una espada dorada que descansaba sobre la mesa de centro de la estancia  y la desenfundó, acercó su filo a la garganta del hombre que lo desafiaba.

–Sigo sin entender como Salomón permitió que entraras a la cofradía –habló el anciano mientras apretaba el arma a su cuello.

–Don Amador, tranquilícese –rogó el otro.

–Nunca has servido para  nada dentro de esta organización, sería bueno comenzar a hacer algo al respecto.

Hizo un corte limpio, la sangre salió a borbotones y el hombre golpeó el suelo.

–Ya sabes lo que pasa cuando se burlan de mí –dijo al mostrar sus dientes manchados de vino y tabaco. El sobreviviente tomó el cuerpo y lo sacó a rastras de la casa.

El anciano limpió la sangre del  arma con su bufanda y la enfundó para dejarla en su lugar. Caló su pipa varias veces y caminó lento hacia la ventana. La respiración entrecortada del joven le hizo saber a don Amador que había retornado.

–No es forma de arreglar las cosas, viejo –habló el chico.

El viejo lo alcanzó, miró sus ojos claros y posó una mano sobre su espalda.

–En la antigüedad, hijo mío, los ángeles y demonios arreglaban sus asuntos de esa manera –le dio la espalda–. Ese demonio ya me tenía cansado y que mejor que un ángel para acabar de una vez por todas con su miserable vida.

–Dejaste de ser un ángel hace mucho tiempo –respondió, reclamando.

Don Amador, con sus ojos grises y arrugados, contempló fijamente a Diego, quien no le quitaba su atención a la espada de su padre.

–¿Estás insinuando que soy más demonio que ángel? –inquirió el viejo.

–Yo ya no encuentro la diferencia, padre ­–respondió sin dejar de mirar la espada.

Don Amador sujetó el arma, quitó su funda y amenazó a su propio hijo con ella.

–Un demonio no sería capaz de blandir una espada de luz, un demonio no puede ver más allá de sus propias ambiciones, un demonio es incapaz de amar –gritó.

Agitado, tiró el arma y se dejó caer sobre una silla. Diego dio una fuerte patada a la espada. Con el rostro enrojecido de furia, respiró hondo y se acercó con tranquilidad a su padre.

–Lograremos lo prometido, la mujer estará pronto en nuestro poder y evitaremos lo que se avecina –comentó mientras posaba una mano sobre su hombro.

– Sabes bien qué aún no debemos matarla –dijo el anciano–. Nada de eso revivirá a tu madre.

–No, pero podemos evitar que ellos la encuentren  –le dedicó una sonrisa dulce.

Don Amador miró de soslayo la espada.

–Eso es precisamente lo que no quiero, la mujer será un señuelo, así podré matar con mis propias manos a Zafariel.

La princesa de la luz. Capítulo 1 Moprayla. Capítulo 1