Ese invierno fue más crudo. Las nevadas no cesaban y era casi imposible encontrar animales para cazar. Silán era una tierra rica, repleta de fauna y flora, pero con el invierno los animales migraban o se escondían en sus madrigueras, haciendo más difícil llevar comida a las familias.
Nunca antes un príncipe había cazado para llevar comida a su pueblo, pero ahora era distinto. Las continuas invasiones y saqueos los habían obligado a tomar decisiones como esta. Los ancianos y niños morían de hambre, el ejército había disminuido en número, y el miedo atacaba en cada rincón de Silán. Era la peor época en el reino de los hombres.
Nicolás encabezaba la caza, y lo acompañaban Édgar y Dielon, sus hermanos menores. Ya en el bosque, el sol comenzaba a caer y era necesario regresar, el peligro era cada vez mayor y sin la luz del sol se volvían más vulnerables. Nicolás dio media vuelta y sus hombres lo siguieron. Todos cabalgaron hasta las puertas del reino de Silán.

Al llegar a la entrada vieron con asombro a dos guardias que yacían sin vida. Eran los custodios de la puerta del reino. Los guardianes de Silán eran temidos por los forasteros, pues se caracterizaban por ser especialistas en el arte de la guerra.
Nicolás bajó de su caballo y los observó: no presentaban marcas o lesiones, su piel estaba helada, quemaba con sólo tocarla, y sus ojos deshidratados eran señal de que los cuerpos llevaban varios días en descomposición.
Nicolás regresó a su caballo, permanecía en silencio mirando al horizonte:
–Sólo los magos pudieron hacer tal cosa –declaró Dielon, indignado.
–Los Oscuros –contestó Nicolás.
Las casas estaban quemadas, las mujeres gritaban y lloraban desconsoladas. Nicolás se acercó a una anciana que acariciaba a su perro y repetía constantemente “se las han llevado”. Nicolás la tomó de las manos.
–¿A quién se han llevado? –le preguntó buscando su mirada.
La anciana lo vio y con lágrimas en los ojos le respondió:
–A casi todas, príncipe; dejaron a las viejas y a las enfermas, mataron a sus maridos y se las llevaron. Tan sólo una ha podido esconderse, tan sólo una –expresó sollozando.
La anciana describió a quienes se habían llevado las mujeres: vestían capuchas negras, tenían los ojos de color rojo y se movían levitando. Hablaban un idioma desconocido y no portaban armas.
Nicolás le preguntó más detalles; la anciana se llevó ambas manos al rostro y comenzó a llorar. Luego se recompuso y se esforzó por recordar:
–Sus capas, señor, tenían bordada la imagen del demonio, Beotufel.
Nicolás puso una mano en el hombro de la anciana para agradecer su testimonio, dio media vuelta y corrió hacia el castillo.
Al entrar, encontró un gran desorden y comenzó a llamar a Armin. El rey respondió tan pronto escuchó el llamado de su hijo. Nicolás siguió su voz por un largo pasillo hasta que lo vio tirado junto a un mueble calcinado.
–¡Padre, estás herido!
–Sólo unos rasguños, hijo, no te preocupes por mí, hay asuntos más importantes que atender.
El rey, con ojos desesperanzados y tristes, susurró:
–No pudimos hacer nada. Arrasaban con todo, mataron a más de la mitad de nuestros soldados, destruyeron nuestro pueblo y se llevaron a todas nuestras mujeres.
–Reuniré al ejército, recuperaremos a nuestra gente, padre, de eso puedes estar seguro.
El rey negó levemente con la cabeza. Sus tropas siempre se habían caracterizado por ser las mejores, pero nunca se habían enfrentado a un enemigo tan poderoso como los Oscuros, eran criaturas malignas que sólo un mago de su altura podría vencer.
–Hijo, te condenarás si intentas tal cosa, ahora estos seres son más fuertes. Hacen cosas inimaginables, incendian casas con tan sólo verlas. No podemos combatirlos, necesitamos aliados que conozcan sus secretos y debilidades.
–Somos los últimos en el linaje de los hombres, nos atacan, nos saquean, los que no son nuestros enemigos simplemente nos ignoran; no tenemos aliados. Tendremos que hacer esto por nuestra cuenta –respondió Nicolás con vehemencia.
Armin se levantó con dificultad y le habló sobre el reino de Febermur. Un reino escondido detrás de las montañas, al que eran desterrados quienes incumplían la ley. A sus habitantes los llamaban muranos; con el paso de los años su apariencia cambiaba, se decía que una magia poderosa los ayudaba a combatir el calor extremo del lugar; Febermur era el reino de la lava. El soberano de los muranos había sido amigo del rey; Armin confiaba en que les ayudarían a vencer a los Oscuros.
–No podemos aliarnos con un pueblo traicionero, de ladrones y delincuentes. Febermur es un reino donde exilian a los condenados.
–Piensa bien, Nicolás, en un futuro serás rey y de tus decisiones dependerá la supervivencia de nuestro pueblo; aprende a velar por tu gente, no a buscar venganza llevando a nuestros hombres a una muerte segura –Armin lo miró pensativo–. Iremos nosotros; si alguien debe sacrificarse por su pueblo son sus gobernantes, no pondré en peligro a nuestra gente por venganza, y tú te quedarás a resguardarlos.
–Nadie mejor que yo conoce las inmediaciones del reino, debo ir con ustedes, padre –le reclamó.
–Nicolás, tus hermanos vendrán conmigo, eres el futuro rey de Silán, no puedo arriesgarte y dejar desprotegido lo único que tenemos. Te quedarás aquí.
Armin le pidió a Nicolás que llamara a sus hermanos, Nicolás hizo una reverencia y salió de la habitación. La tristeza lo invadía, este podría ser el último crepúsculo junto a ellos.

La noche era cada vez más fría y a Akhrón le costaba sobrellevar ese clima; la magia de los Oscuros había hecho de Derkraven un lugar helado; no le gustaba estar ahí y pretendía partir lo antes posible con las doradas. En Derkraven eran más susceptibles de ser atacados.
Su mal humor se sentía en todo el castillo: caminaba de un lado al otro sin parar, golpeaba las paredes constantemente con la cola y jugueteaba con sus tenazas. Un escorpión malhumorado era capaz de acabar con más de cien hombres, pues su especie se nutría de la ira para luchar y matar. Nada detenía a un escorpión gigante si estaba enfadado. Pero las condiciones climáticas no permitían que Akhrón se desenvolviera como acostumbraba. “Si estuviera un poco más cálido me llevaría a mi reina y mataría a todos los de este reino inmundo”, pensó Akhrón.
Las doradas entraron a la habitación de su amo y pidieron permiso antes de acercarse al soberano bajando sus grandes tenazas y revoloteando la cola. Akhrón realizó el mismo gesto para indicar a las escorpionas aproximarse:
–Mi querido rey –expresó una de ellas–, percibimos desesperación, salgamos de aquí.
–Lo sé, pero necesito que una de ustedes se quede a mi lado, la otra partirá a Kermak lo antes posible.
–Pero no podemos salir sin que los espíritus nos amenacen, necesitamos el permiso de Rashmún.
–Por ellos no se preocupen, podemos evitarlos si cruzamos el bosque volando; quien decida ir a Kermak se montará en mi lomo y la llevaré al otro lado del bosque.
La dorada más joven se acercó, temerosa, a Akhrón:
–Señor, yo iré a Kermak, dígame qué mensaje debo llevar.
–Les dirás que regresaré pronto con noticias de su futuro gobernante.
La mejor hora para partir es por la mañana, cuando el sol calienta y el aire es más cálido.
La dorada dio media vuelta y salió de la habitación. La otra escorpiona la siguió, pero Akhrón la detuvo de un coletazo:
–Desde hoy te quedarás conmigo.
La dorada se recostó junto a la ventana para velar el sueño de su rey.

Era de madrugada cuando despertaron sobresaltados por unos gritos provenientes del sótano del castillo. Akhrón levantó la vista y miró a la dorada que se encontraba en guardia junto a la puerta.
–¿Desde cuándo empezó ese alboroto?
–Hace unas horas, señor –respondió la dorada
–¿Sabes de qué se trata?
La dorada iba a contestar cuando la escorpiona más joven entró abruptamente.
–Mi señor, han traído a varias prisioneras provenientes del reino de los hombres, llegaron hace unas horas. Rashmún está con ellas, las saca de sus jaulas para hacerles conjuros, varias han muerto.
Akhrón se levantó de su lecho y se dirigió con rapidez hacia el sótano del castillo. Al llegar presenció cómo Rashmún sofocaba con tan sólo una palabra a una mujer que se encontraba contra la pared, inmovilizada por la magia del Oscuro.
Rashmún bajó las manos haciéndola caer abruptamente. Se arrastró en un intento desesperado de huir.
Akhrón sintió al mismo tiempo compasión y asco por semejante criatura. Los humanos eran débiles y vulnerables, no podía creer cómo semejante raza había sobrevivido durante tantos años.
–Como ves, son débiles, se valen de arcos y espadas para el combate porque no tienen otro recurso; esta raza no debió existir, sólo nos trae problemas, se reproduce como plaga y quiere gobernar nuestro mundo –exteriorizó Rashmún mientras se acercaba al escorpión.
Akhrón quedó impresionado por el odio de Rashmún al pronunciar las últimas palabras, “quieren gobernar nuestro mundo”. ¿Cómo los humanos gobernarían el mundo siendo criaturas tan débiles? Era extraño que un mago poderoso como Rashmún pensara que la raza humana quería apoderarse de todo. Pero no era momento para discutir el tema, a él le interesaba saber de su primogénito, quería respuestas y esa era la única razón para mantener su alianza con el mago.
–¿Qué pretendes, Oscuro? ¿Matarlas a todas? –inquirió Akhrón con voz irónica.
Rashmún soltó una carcajada y dirigió su atención hacia las prisioneras.
–Matarlas no sería mala idea, pero no me servirían de nada si las destruyo. Son, hasta ahora, las únicas capaces de recibir la magia, desgraciadamente no hemos podido transmitirla a otra criatura, así que no, no las mataré a todas, las utilizaré hasta crear el conjuro perfecto y convertir a toda su descendencia en magos dignos de mi reino.
–¿Y qué harás con las madres? –preguntó el escorpión gigante.
–No me vendría mal tener unos cuantos espíritus resguardando con más recelo mi reino –contestó con una sonrisa.
–Las matarás –afirmó Akhrón.
–Bueno, si te refieres a acabar con su vida, claro, tendré que hacerlo, es la única manera de condenarlas y mantenerlas en mi reino; mientras el alma pertenece a un cuerpo me es imposible controlarla, pero una vez libre puedo condenarla para que me sirva durante toda la eternidad.
Rashmún se quedó observando al escorpión gigante: desde pequeño había admirado a los artrópodos y en especial a los escorpiones, que aunque no eran tan majestuosos como Akhrón, tenían gran astucia y poder. Por más pequeños que fueran podían infundir un terror intenso en sus enemigos e incluso matarlos con sólo un pinchazo. Jamás pensó conocer a uno con las capacidades de Akhrón, un escorpión volador con la fuerza de cien hombres y un veneno letal. Lo admiraba, era un aliado poderoso y debía ayudarlo a cumplir su sueño, aquel que ambos compartían: engendrar al ser más grandioso del reino. Pero Rashmún sabía que crearlo podía ser contraproducente, pues Akhrón no tendría motivo alguno para seguir sirviéndole. Debía tener al escorpión de su lado por lo menos hasta cumplir su cometido: acabar con las magas de Moprayla, infundir sufrimiento en cada una de ellas y así evitar que la profecía se cumpla. Hasta entonces, Akhrón no tendría a su descendiente.
Tras reflexionar, se dirigió al escorpión con voz serena:
–Mi querido rey, es necesario que descanses y regreses con los tuyos, tu reina probablemente permanezca más de lo pensado en nuestro castillo; sé que esto te irritará pero no podemos hacer nada por ahora. Como ves, nos hemos quedado sin pájaros, debemos ir a buscarlos a Moprayla. Ahora será más difícil conseguirlos, pues Lathia ya no es parte de ese reino y los pájaros están siendo resguardados por su soberana.
–Yo puedo buscarlos –garantizó Akhrón–. Si de ello depende la supervivencia de mi raza, yo mismo iré por todos los pájaros.
–Lo sé, mi valiente rey, pero Moprayla no es un reino que debamos subestimar. Tendrías que ir acompañado de uno de los nuestros y por ahora no es lo más conveniente.
–¿Conveniente? ¡Yo te enseñaré lo que es conveniente, Oscuro! –replicó Akhrón con la cola en alto.
Una de las doradas se acercó a su rey intentando aquietarlo. El frío era más intenso en el sótano del castillo, por lo que Akhrón perdía más la paciencia. Si su ira lograba cegarlo del todo, podría ocasionar una tragedia. La dorada lo sabía y por ello Akhrón le había pedido que lo acompañara adonde fuese.
De un coletazo Akhrón hizo volar a varios de los verdugos que acarreaban a las prisioneras. Los gritos se comenzaron a oír: las mujeres corrían sin encontrar la salida hasta que Akhrón, sin pensarlo, tomó a cinco de ellas con sus enormes tenazas y las despedazó. La sangre manchó las paredes. Rashmún continuaba parado, inmóvil, observando su furia.
–Espero que después de esto te calmes un poco –murmuró Rashmún. El escorpión bajó las tenazas y la cola, había demostrado su debilidad ante Rashmún, la ira lo cegaba y podía matar a quien estuviera enfrente; quería un hijo igual a él, era lo único importante, sin embargo, de haber atacado al Oscuro no viviría para contarlo.
–Lo hecho ya no puede deshacerse –manifestó Akhrón–, de todas formas ibas a matarlas, te ayudé a adelantar tu tarea –agregó justificando su acto.
–Era probable que murieran pero podrían haber sido útiles. Controla tu enojo, pudiste haber matado a uno de los nuestros –respondió Rashmún con una calma que a Akhrón le pareció exasperante.
–Pero no fue así –replicó Akhrón, molesto.
–Necesitas descansar. Ordenaré que prendan la hoguera de tu alcoba, así te sentirás más cómodo; este clima no te viene nada bien –una sonrisa iluminó el rostro de Rashmún.
Akhrón, con la cola en alto, abandonó el recinto y dio vuelta para subir las enormes escaleras. Sin decir nada se retiró de las mazmorras en compañía de las doradas.
Rashmún también se dirigió a sus aposentos. Lathia, que se encontraba en las celdas organizando la llegada de las mujeres, después de haber presenciado lo ocurrido siguió a Rashmún hasta su alcoba y entró detrás de él, interponiéndose entre la puerta y el mago. Rashmún le sonrió pensando que sus intenciones eran otras, pero Lathia no le devolvió la sonrisa, lo miró con desconcierto y le musitó:
–Debes tener cuidado, ese escorpión no puede controlarse. En otro arrebato de furia matará a una maga que nos sea útil para otras tareas. El odio que tienes hacia los humanos podría ser contraproducente.
–Lo sé, Lathia, mi ira hacia uno de ellos se ha convertido en odio hacia todos los de su raza. La idea de que un humano sea salvador del mundo me ciega por completo, no podemos permitir que se cumpla esa profecía.
–Lo sé, Rashmún, nadie debe saber que existe esa profecía, estaríamos demostrando una debilidad hacia nuestros aliados, podrían voltearse contra nosotros en cualquier momento. Viste lo que le hizo a esas mujeres, si no les damos al descendiente nos matarán a todos.
–Lathia querida, los escorpiones son poderosos, pero no tanto como para vencerme, se valen de la fuerza y veneno para luchar, mis poderes van más allá de la fuerza de un escorpión y la mente de un lobo, ni siquiera las hechiceras de Moprayla podrían vencerme.
Al decir eso, Rashmún se mostró aún más majestuoso de lo que era: su estatura lo ayudaba, alcanzaba casi dos metros de altura, sus brazos eran fuertes y bien formados como los de un guerrero, su pelo castaño claro le daba a su rostro una dulzura casi imperceptible y sus ojos negros brillaban intensamente irradiando destellos plateados como si la luna se reflejara en ellos. Lathia había decidido unirse a su causa porque estaba cansada de las reglas y limitaciones de Moprayla. Había escuchado hablar de Rashmún, de su poder y alianzas. Existía una razón por la que él era enemigo de su reino y Everún la escondía. Siempre se sintió manipulada y limitada, ella buscaba la libertad. Además, sus Hermanas, y su madre, la habían traicionado.
Rashmún la eligió cuando fue a buscarlo; admiraba la belleza de Lathia, sabía muy bien que podía serle de mucha utilidad. Además de él, ella era la única de su reino que había adquirido la magia al nacer.
–Eres fuerte y poderoso, pero por ahora necesitamos a los escorpiones de nuestro lado, incluso podrían ayudarte a acabar con los humanos, así no habría riesgo alguno de que la profecía se cumpla.
–No es tan mala idea –la apremió Rashmún. Soltó una carcajada estruendosa que se escuchó hasta el otro lado del castillo.
Lathia se estremeció al sentir el odio en la risa del mago. Dudó si subestimaba los poderes de Rashmún; había cosas que ocultaba con tanto recelo, guardadas en sus más profundos pensamientos, y eso le daba miedo. Estaba segura de amarlo, pero a pesar de su admiración por él, le temía tanto que a veces no soportaba su presencia.
Era momento de retirarse, así que con la cabeza baja tomó la mano de su amo y la besó:
–Debo descansar, renovar mi magia para poder ayudarte en las mazmorras.
Rashmún la tomó de la barbilla, obligándola a subir la cabeza, la miró como si quisiera leer su mente, puso sus manos en las mejillas de ella y le susurró al oído:
–No tengas miedo, no te haré daño, ahora eres mía y te protegeré por siempre.
Los ojos de Lathia se llenaron de lágrimas. Rashmún se acercó más a ella y comenzó a besar sus ojos, sus mejillas, su boca. Lathia no se resistió. Rashmún le quitó la túnica y la abrazó con fuerza. Ella se entregó a las caricias del mago y su miedo desapareció por completo al unirse a él bajo la fría noche de Derkraven.

Moprayla. Capítulo 2 El nacimiento de los leóbares. Parte 1.