Sigo siendo la misma. Al menos la vida me ha dado lo suficiente para no perder mi esencia. La gente no cambia, simplemente evoluciona, progresa, y se deja de llamar de alguna manera porqué así lo deciden. O lo deciden otros…
Eso me pasó a mí el verano pasado cuando viajé al centro de África. Me llamaron porque habían hallado los restos de algo que parecía ser un gigantesco ángel. Al menos así lo nombraban los aldeanos; con grandes alas y más de dos metros de altura. Yo no lo creía, había estudiado las civilizaciones antiguas toda mi vida, y, contrario a lo que pudiera pensar la gente ya que mis usuales investigaciones se basaban en cosas sobrenaturales; mi escepticismo era tal, que siempre demostraba que lo sobrenatural era una manipulación del hombre. Pero esa vez fue diferente…
Llegué a Kampala, capital de Uganda, alrededor de las nueve de la noche. Usualmente me acompañaba Richard, un estudiante de antropología que fungía como mi ayudante y de vez en cuando como algo más. Por la premura del viaje, no pudo organizarse para viajar conmigo.
Decidí pasar la noche en un hotel local. Al día siguiente recorrería el camino que conduce a la pequeña aldea donde fue avistado el supuesto ángel. Me costó trabajo dormir, siempre me alteraba cuando tenía frente a mí un caso como este. Me vi obligada a tomar mis ya conocidos tranquilizantes, no podía darme el lujo de llegar desvelada.
Por la mañana me levanté antes de sonar el despertador. Mi emoción por desmentir a los crédulos africanos superó el cansancio y la falta de sueño.
Al arribar al lobby del hotel, un hombre alto y bien parecido me esperaba. Tenía alrededor de treinta años, sus pantalones se hallaban repletos de tierra y el pelo se le pegaba a la testa. Era obvio que no se había dado un baño en siglos. Al menos poseía una sonrisa encantadora y unos brazos dignos de concurso.
–Buenos días, madame –me saludó en perfecto francés.
Con una seña me indicó que lo siguiese mientras cargaba con una mano mi maleta y me conducía a la entrada del albergue.
–¿Cuánto tiempo es de viaje? –pregunté.
Un jeep blanco y viejo se encontraba estacionado en la puerta.
–Tres horas, si es que no se nos atraviesa algo en el camino –respondió al tiempo que tomaba mi maleta y la arrojaba a la cajuela del jeep.
–Bien –contesté sin preguntar siquiera su nombre–. Despiértame cuando hayamos llegado.
El hombre me miró con una extensa sonrisa.
–No habrá oportunidad de ello, madame. Debe escuchar toda la historia antes de llegar a nuestro destino.
Lo miré de reojo y prendí un cigarrillo.
–¿Qué historia? ¿Acaso un chaman ya le habló al espíritu del norte, contactó con el alma perdida del ángel y hasta su nombre le dijo? ¿De quién se trata esta vez? ¿Miguel? ¿Gabriel? o ¿acaso es el enigmático Zadquiel? –comenté, sarcástica.
El hombre se puso serio y chasqueó la lengua.
–Este ángel es de otro tipo. Yo le daría el nombre de Lucifer, Luzbell o Belcebú.
No pude reprimir una carcajada, ¿de verdad este hombre pensaba que iba a creer semejante estupidez? ¿Ahora estábamos enfrentando al cadáver de mismísimo diablo?
–Entonces es cierto, hay un nombre –hablé con una sonrisa y solté una estruendosa carcajada.
El joven no respondió y se limitó a subirse al vehículo. Apagué el cigarrillo y trepé en el jeep. Un silencio incómodo nos envolvió por un buen rato. Al poco,
dio un enfrenón de golpe. Casi me como el parabrisas si no es por qué mis reflejos son bastante buenos. Le escupí todas las malas palabras que me sabía en francés y bajé del jeep, indignada. El chico soltó una carcajada, se le saltaron las venas de la frente y su piel se tornó tan roja como un tomate. Me atacó tal coraje que comencé a patear las llantas. El hombre descendió y caminó hacia mí.
–Soy Luke –comentó al tenderme una mano.
–Laila –respondí desviando la mirada de sus ojos azul cielo y tomando su mano entre la mía.
–Sé bien quién es usted, doctora –sonrió.
Solté un suspiro. Al menos se refería a mí como era debido. Del coraje prendí otro cigarro y me subí al jeep.
–Estamos a mano, Luke. Pero la próxima vez que hagas eso te puedo asegurar que el cadáver del diablo se pudrirá en un abrir y cerrar de ojos.
–Ese es el problema, doctora, el cadáver se está regenerando –aseguró muy serio.
Negué para mí y le di una buena calada al cigarro. Luke me sacó de quicio con ese comentario; definitivamente estaba igual de loco que los aldeanos que avistaron el cadáver.
–Eso es imposible, dime con que te drogas para darte un tratamiento urgente.
Luke me dedicó una mirada profunda y retadora. Me sentí mal por tratarlo de esa manera; muchas veces no podía evitarlo. Estos casos eran cada vez más frecuentes y la gente más necia con sus creencias.
–Soy un estudioso igual que usted. Créame, nunca había visto nada igual.
–Usted no se preocupe que yo soy especialista en comprobar cosas improbables –respondí, orgullosa.
–Duérmase, la despertaré cuando lleguemos –cortó la conversación.
Por razones obvias no pude conciliar el sueño, mi cabeza daba vueltas a mil revoluciones por segundo, pensando todas las probabilidades científicas para explicar lo que decía Luke.
El camino se me hizo eterno. Al arribar al parque nacional, exigieron ver nuestros pasaportes y revisaron nuestro equipaje hasta hartarse. Eran las doce del día y el calor resultaba insoportable. Sólo tardamos unos cuantos minutos en llegar a la pequeña aldea. Los locales se encontraban ataviados con taparrabos y cientos de collares de colores les cubrían el tórax. Las mujeres vestían ropas variopintas y los niños caminaban descalzos y semidesnudos. Definitivamente estaban más cómodos que yo.
Me llevaron de inmediato al supuesto cadáver, ya desenterrado por completo con un enorme cráneo sobresaliente del resto del cuerpo.
Me acerqué, cautelosa, y un viento frío me comenzó a rodear. Luke, que caminaba a mi lado, me tomó del hombro.
–Tiene un efecto raro en las personas, no se confíe.
¿Qué puede pasar?, pensé. Sólo es un cadáver con un mega cráneo, pudo haber tenido alguna enfermedad... Pero las cosas cambiaron cuando estuve cerca. Un miedo irracional se apoderó de mí. Un temblor incontrolable atacó mis piernas y manos; además, me costaba respirar. A poco, sentí cómo si una barrera impenetrable se me plantara enfrente. Luke alargó su mano hacia mi hombro y pronunció unas palabras en un idioma extraño. Recuperé mi fuerza, el temblor cesó y fui capaz de andar de nuevo.
–¿Qué fue eso?
–Es su energía, afecta todo.
En esa ocasión no sonreí ni contesté con mi usual ironía.
–Me refería a las palabras que dijiste.
Minutos después, me percaté que fue un ataque de ansiedad. Pero ¿cómo era posible que Luke me lo hubiera quitado en segundos?
–Contrarrestan su magia –aseveró.
Este tipo estaba en drogas, eso era un hecho. Sin siquiera voltearlo a ver seguí caminando hacia el cadáver. Me puse mis guantes y extraje varios instrumentos de mi maleta.
–¡No lo toques!.–gritó Luke a mis espaldas. Su advertencia llegó cuando mis manos rozaban el inmenso cráneo. Me sentí débil, se me nubló la vista y el temblor se apoderó de nuevo de mi cuerpo. Intenté separarme de él y no pude hacerlo; experimenté una especie de parálisis donde mi mente no poseía control sobre mi cuerpo.
Todo paso muy lento, muy quieto, pero terriblemente doloroso. Después me desvanecí.
Desperté bajo un techo y paredes grises. Un hombre de piel negra miraba el monitor que se hallaba a mi derecha.
–Es un milagro que esté viva –habló una voz conocida.
Dirigí la mirada hacia la derecha; Luke, sentado en un viejo sillón negro, me miraba con preocupación.
–¿En dónde estoy? –inquirí, ansiosa.
–En el hospital local de Kampala, tuviste tres paros cardiacos.
Silencio.
–Si te preguntas que fue lo que pasó, es imposible saberlo, nos tomó más de una hora separarte del cráneo. Le dijiste tu nombre, eso le dio poder sobre tu alma.
No supe qué responder. Cientos de imágenes ocuparon mi mente. Rememoré el momento de la parálisis y la voz grave que me preguntó mi nombre. ¿Cómo era posible que Luke lo supiera? Encabritada, lo corrí de mi cuarto y le advertí que jamás me buscara, me negaba a tener contacto con él o alguno de sus extraños casos. Se levantó a regañadientes del sillón y caminó hacia la puerta. Se detuvo en el umbral y dijo:
–Tienes que cambiarte el nombre.