Una joven loba deambulaba cerca de Sathar. Llevaba caminando hacia el sur desde hacía días, huyendo de su manada. Había sido desterrada de su territorio por desafiar a la loba alfa; perdió la contienda y vagaba por el mundo lejos de la protección que le proporcionaban los suyos. Ahora tenía que sobrevivir sola en un mundo lleno de peligros, donde se contaba que un hombre se hallaba en la búsqueda de seres para esclavizar sus almas. Los lobos estaban al tanto de ello, ahora más que nunca mantenían un estrecho contacto con las magas para protegerlas y que ellas los protegieran a cambio. Alejarse de la manada era casi un suicidio y la loba lo sabía, pero no pudo quedarse, si lo hubiese hecho la mataban; al menos huyendo tenía la oportunidad de sobrevivir.
Se adentró en un terreno llano, el sol estaba en lo más alto del cielo y calentaba la tierra a tal grado que a la loba le costaba jalar aire. Las acacias adornaban cada rincón del inhóspito territorio, los altos pastizales ocultaban peligros; cada movimiento en ellos debía de ser interpretado como una amenaza. Se alejaba de los pastizales cuando una fuerte ráfaga de viento le azotó la cara obligándola a retroceder; se sentía muy débil, llevaba días sin comer y su último sorbo de agua lo había tomado hacía horas. Se dejó caer, rendida, y cerró los ojos, sabía que debía cazar para sobrevivir pero su cuerpo no le respondía, incluso le costaba respirar.
Escuchó un gruñido bajo que se asemejaba a un ronroneo. El viento cambió de curso y pudo percibir el olor de la sangre. A duras penas se puso en pie y siguió el aroma de una presa recién cazada. No tardó mucho en encontrarla. Se detuvo frente un antílope degollado, sus patas se movían de forma involuntaria y de su hocico salía sangre fresca. Se relamió y caminó, cautelosa, hacia el animal. De pronto, otro aroma se mezcló con el de la presa, era el de un depredador, uno que ella conocía bien: sanguinario, fuerte y solitario. Su pelo se erizó e irguió las orejas mientras dirigía su mirada a ambos flancos mientras andaba, silenciosa. Era peligroso pero necesitaba comer; el riesgo lo valía. Oyó de nuevo el ronroneo; la loba, a unos metros del antílope, se detuvo. Provenía detrás de ella y se acercaba cada vez más. El ronroneo se convirtió en un fuerte gruñido, la loba se volvió para encontrarse con un animal majestuoso; tenía el pelo corto color avellana cubierto de motas negras, sus orejas eran redondas y erguidas, sus ojos color miel perfectamente delineados de negro. Era un felino grande, con músculos bien demarcados y garras para destrozar cualquier cosa. La loba le regresó el gruñido al tiempo que el leopardo la rodeaba, sigiloso. Comprendía que no podía vencerlo, pero sus instintos afloraban en un intento de sobrevivir. El felino enseñó los dientes, sus largos colmillos llenos de sangre resultaban aterradores. La raza de lobos a la que ella pertenecía había evolucionado; poseían doble hilera de dientes, sus patas se habían alargado y sus cabezas eran enormes. En condiciones normales, un lobo como ella podía luchar contra otros depredadores en igualdad de circunstancias, pero estaba demasiado débil...