El nacimiento de los leóbares, segunda parte.
Ambos animales se miraron a los ojos. El majestuoso leopardo prosiguió gruñendo, la intensidad del gruñido cambiaba de forma continua, por unos segundos era alto y grave para después convertirse en un ronroneo. El cánido paró la cola y enseñó los dientes mientras emitía un sonido parecido al del felino. Esperaba que su amenazante dentadura le ayudara a atemorizar al leopardo, si este último se lanzaba al ataque con seguridad la loba perdería. Si al menos pudiese dar una mordida a la jugosa presa… El leopardo dio un pequeño salto para situarse más cerca de ella, la loba podía escapar si giraba y se perdía en los pastizales; pero siempre existía el riesgo de ser alcanzada por un animal bien alimentado y con la suficiente fuerza como para levantar un venado con las fauces y subirlo a las ramas de un árbol. La loba no tenía opción, prefería tener la oportunidad de comer a la seguridad de morir. No esperó a que el leopardo diera el primer paso, se impulsó con las patas traseras para brincar hacia el cuello de su adversario. Sintió su aliento y el latir de su corazón cuando alcanzó la nuca del felino. Cerró el hocico y sacudió la cabeza. El leopardo levantó sus patas y abrazó la testa de la loba obligándola a aflojar la mordida, después soltó un zarpazo y la hirió en un costado. A pesar del dolor, no soltó por completo su agarre; si se separaba del leopardo las probabilidades de sobrevivir era pocas, el felino era bueno atacando a distancia y mucho más veloz que ella, la alcanzaría en segundos y la asesinaría.
Se enfrascaron en una lucha sangrienta, bastó un minuto para que ambos se sintieran debilitados y vulnerables. La loba no había comido en días y su contrincante era más fuerte, pero ahora tenía una herida importante en el cuello; podía ganar la batalla. Sin razón aparente, el leopardo retrocedió. La herida no era tan profunda como para darse por vencido, lo debilitaba, pero no lo suficiente. La loba sabía que aún se encontraba en desventaja. Su oponente bajó las orejas e inclinó su cuerpo sobre las patas delanteras, su trasero quedó unos centímetros por encima de la cabeza. La loba no comprendió el gesto, estaba al tanto de que no era amenazador, aunque no sabía su significado. Un gruñido gutural salió de su garganta y, sin enseñar los dientes, el felino anduvo hacia a ella, sigiloso. Inmóvil, contempló los ojos miel que la observaban con impaciencia y sabiduría, se sintió bajo el escrutinio de una criatura poderosa y sumamente inteligente. Comenzó a jadear, la adrenalina era lo único que la mantenía en pie. Con un movimiento, su atacante se situó a centímetros de ella y le restregó su cuerpo como un minino lo haría con su dueño. El contacto le pareció extraño pero a la vez reconfortante. Se dejó caer, rendida bajo el sol del desierto y la protección de su nuevo amigo. En lo alto del cielo, un hermoso pájaro azul voló. Aleteó y descendió sobre el cuerpo del antílope, ladeó la cabeza y miró al hermoso ejemplar de la manada de lobos de Eleobar: un felino lamía su costado con la lengua alijada y acariciaba su cabeza utilizando una de sus patas.
“Bendigo la unión del leopardo y la loba”, escucharon en sus mentes, “Una nueva raza nacerá de ellos, será invencible e inmune a los influjos del mal.”
El ave revoloteó en el aire mientras dibujaba un círculo sobre ambos animales. El circulo se volvió visible de color azul-dorado, una esfera se formó de él y descendió cubriendo a la loba y al leopardo. El cánido se incorporó y miró, agradecida, al hermoso pájaro que dotó de magia su sangre y le dedicó una respetuosa reverencia. Anglam, el pájaro azul, inclinó la cabeza y desapareció en el cielo del reino de Sathar.