La mujer de fuego y tierra.

 

Mirkella lo esperaba en medio del bosque, llevaba dos horas escondida detrás de una piedra; quería darle la sorpresa. La caravana pasaría en cualquier momento;​​ su plan era plantarse en medio del camino y fingir estar herida.

El viento soplaba con fuerza obligando a los árboles a mover sus grandes ramas, el cielo se nubló por completo envolviendo al bosque​​ en​​ un aire tenebroso. Se escuchó el relinchar de los caballos y el sonido de sus herraduras al rozar el suelo.​​ Mirkella salió de su escondite para divisar el panorama; la caravana se acercaba. Se acostó en medio del camino, cerró los ojos y prestó atención al ruido y las voces que se aproximaban.​​ El retumbar de los cascos​​ hacía temblar la tierra. El corazón comenzó a latirle con fuerza. ¿Y si no la veían? ¿Sería una locura lo que estaba haciendo?​​ Sólo​​ dos días​​ habían pasado desde que​​ huyeron​​ de la ciudad, en el camino,​​ él le propuso separarse y reencontrarse en un pueblo cercano. Todos los buscaban y era más seguro viajar separados. Ella accedió con desgana, sabiendo que tenía razón.​​ 

Mirkella era la última de su especie, una mezcla de humano, fuego y tierra. Tenía capacidades más allá de lo imaginable. Era​​ alta y esbelta, su​​ cabello escarlata​​ caía ondulado sobre sus hombros. Su piel morena brillaba bajo los rayos del sol y la luna, sus ojos dorados podían ver incluso en la oscuridad;​​ soportaba temperaturas extremas y tenía la capacidad de esconderse bajo la tierra. Era famosa por haber salvado mujeres y niños de numerosos incendios:​​ el fuego no le hacía daño.​​ Mirkella, una mujer codiciada​​ por reyes y reinas.​​ Excelente como espía, guardiana y amante. Pero ella poseía un alma libre, no había nacido para permanecer encadenada a nada ni a nadie; hasta que lo conoció. Sus ojos verdes la hipnotizaron, sus manos​​ la hacían estremecer​​ con cada caricia,​​ su sonrisa le​​ provocaba​​ sentimientos jamás experimentados. Se había​​ enamorado de un forastero. Él​​ no pertenecía a ningún​​ sitio,​​ había huido incontables veces por crímenes menores.​​ Un forastero que alguna vez fue príncipe,​​ pero que dejó de serlo cuando su padre lo traicionó.

Ahora su amado​​ se hallaba​​ cerca. El plan de Mirkella era formar un reino junto con su príncipe exiliado, un reino que sería poblado por su descendencia. Él todavía no lo sabía, se lo comunicaría en cuanto lo viera.​​ 

Cientos​​ de pensamientos​​ ocupaban​​ su mente cuando escuchó el relinchar de los caballos,​​ apretó​​ los ojos y esperó.​​ Al poco​​ la caravana se​​ postró​​ frente a ella.

–Está herida​​ –aseguró​​ un hombre​​ con​​ voz grave

–Dejadla​​ –respondió otro,​​ alarmado–.​​ Es la bruja del pueblo, la que tiene embelesados​​ a todos.

¿Bruja? ¿Acaso estos hombres no aprecian lo que​​ había​​ hecho por sus familias?, pensó Mirkella.​​ Se dejó llevar por la furia y, en un acto infantil, se puso en pie y dijo:​​ 

–No soy ninguna bruja​​ –sus ojos reflejaron el color escarlata de su pelo y sus manos se enrojecieron.​​ 

Los dos hombres​​ entrecruzaron miradas. El que la había​​ insultado​​ desenfundó​​ un arma larga y​​ la dirigió​​ hacia​​ el corazón de Mirkella.

–No lo hagas –rogó​​ el hombre de voz grave.

Ella lo miró, desafiante. No había miedo en su semblante sino una creciente furia.​​ 

El arma atravesó el pecho de Mirkella. Un sonido ahogado salió de su boca y la sangre comenzó a brotar.​​ Se escuchó el retumbar de los casquillos de varios caballos.

–Vámonos​​ –ordenó el​​ que amenazaba a la chica.

Una carroza de madera de pino​​ apareció en la lejanía. Al poco llegó donde se encontraba la chica. Al detenerse, un hombre alto, de ojos verdes y piel tostada, descendió de ella. De inmediato se aproximó a Mirkella, se puso a su altura y posó una de sus manos sobre la herida que le dejó la espada de su atacante. Los ojos se le llenaron de lágrimas al ver cómo se le escapaba la vida.​​ 

–¿Que te han hecho, preciosa? –inquirió​​ el hombre, sollozando. ​​​​ 

Mirkella​​ le sostuvo la mirada, el brillo de sus ojos se apagaba con rapidez, su piel palidecía cada vez más. Con gran esfuerzo, levantó una mano y tocó la cara del hombre, quien, con ternura, acarició sus dedos y los besó.​​ 

–No soy​​ lo​​ crees que soy.​​ Mi creador es un ser maligno que tarde o temprano iba a reclamarme –un leve temblor atacó la mano de la chica–. Es mi destino, amor.​​ 

Con la poca fuerza que le quedaba, acercó su cara a la de él y besó sus labios. Fue un beso breve, lleno de esperanza y de pérdida. Él la dejó con cuidado en el suelo, acomodó su cabeza en su regazó y juró encontrar al responsable de su muerte.​​ 

Cuando Mirkella cerró los ojos sintió su cuerpo relajarse, su mente vagar a un mundo escondido que no imaginó anhelar de esa manera. En su último aliento sintió los brazos cálidos de su príncipe, la caricia de su boca en sus labios, la tristeza por haberla perdido y la esperanza de volverse a encontrar.​​ 

 

 

 

 

 

El tiempo apremia La llegada de Kelluth