Les voy a confesar algo. Yo no elegí quererlo, incluso tenerlo. Llegó a mi vida de una forma inesperada y claro, yo, con mi debilidad hacia las almas puras y abandonadas, lo recogí y cuidé lo mejor que pude.
Era noviembre, pero en donde estaba hacía calor, mucho calor. Agradecí que el perro viviera en ese lugar, al menos su penar sería vagar por las calles y no pasar frio. Un consuelo estúpido para los que salvamos animales, válido, pero estúpido. Al final, Mendrugo no se salvó del maltrato y el abandono, de pasar hambre y sed. Pero bueno, eso creo que ya lo saben…
Todo empezó ese día. Entre el calor de las copas y la festividad de una boda, apareció él. Estaba en los huesos, y cuándo lo digo no exagero, literal la carne pegada al esqueleto. Nervioso, desconfiado, corrió detrás de un arbusto, justo cuando yo salía del baño. Así que fui a la mesa, por mi plato de chilaquiles. Se lo llevé y lo devoró. Al poco, me permitió tocar su cabeza y desapareció de nuevo. Incluso en la oscuridad reparé en sus heridas, en sus orejas mordidas y las cicatrices de sus pompas. Ese perro había sido maltratado. Al desaparecer, yo hice lo propio. Me fui a la mesa, siempre con la mirada perdida entre la gente, buscándolo. Me lo llevo si aparece de nuevo, me dije. Y así fue. Pareció un llamado telepático, porque me encontró minutos después, rogando por comida. Le di más chilaquiles, tomé un listón de la mesa e improvisé una correa. Mi entonces novio me miró disgustado. Yo lo ignoré.
–Me lo llevo, me vale –le dije.
Él se limitó a asentir.
Se acabó el festejo. Nos costó mucho subir al perro al coche, pero lo logramos. Y así, minutos más tarde, llegamos al hotel. Había otros perros ahí, así que tomé al mío, y lo llevé apresurada al cuarto. No se dejaba tocar por mi novio. El hecho me causaba cierto placer, ¿saben por qué? Porque solo se dejaba tocar por mí. Eso me volvía exclusiva, especial. El perro, en pocas horas, ya me quería. Increíble, ¿no? Esa capacidad innata que tienen los animales de quererte sin siquiera saber quién eres. Leen tu alma, es lo que siempre he dicho, así ven tu verdadera esencia.
Lo que pasó en medio no es relevante: cacas en el cuarto, malos olores, aullidos, un baño de agua fría y llegamos a México. En mi cabeza era obvio, no me lo quedaría. Tenía dos perras, grandes de tamaño, y no quería más. Así que le hablé a Claudia para que lo cuidara en su pensión hasta encontrarle una casa, un nuevo hogar.
Finales de diciembre… Una persona, en Tabasco, lo quería. Siempre se comunicó conmigo a través de su sobrina, cosa que no me gustó. Cuando quieres adoptar un perro, tú mismo llamas, vas por él, no mandas a un tercero. Así que rechacé su propuesta y le pedí a Claudia que lo llevara a visitarme. Así lo hizo.
–Donde comen dos comen tres.
Yo la miré y no respondí. Era verdad, pero no quería tener otro perro. Hasta que le sostuve la mirada al Negro, como lo llamamos al inicio (muy original). No pude resistirme. Había tanto en esos ojos, en la alegría que expresaba al verme…
–Está bien.
Y así empezó todo, hace ocho años.
–Te llamaré Mendrugo –le dije–. Significa pedacito de pan.
Al inicio, era bueno, muy bueno. No gruñía, solo ladraba, de alegría y desesperación. Hasta que se hizo fuerte. Mi amado Negro se convirtió en el terror de todos. Mordió a mi mamá, mi tía, mi amiga, el portero, la muchacha…. Un galán (ese fue el peor, casi le arranca los testículos). Mendrugo era un guardián. Al inicio, me intentó morder a mí, cosa que me indignó e incluso (debo confesar), dejé de quererlo un poco. Después vino el marcaje. Sí, cada esquina de mi casa olía a orines de mi perro; todo un rollo. Educarlo fue un reto, pero lo logré y solucioné al esterilizarlo.
–Se le quitará lo bravo –me aseguraron. Pero eso nunca pasó, hasta hoy.
Nadie se la acercaba a mi Mendru. Durante años tuve que llevarlo conmigo a la oficina (y dejarlo en el coche, por supuesto). Se convirtió en mi sombra. En los altos le temían, en la oficina le temían. Incluso me gustaba la idea, lo que odiaba era encerrarlo cuando tenía visitas.
Nunca pudieron calcularle la edad. La desnutrición hizo estragos con sus dientes. Unos dijeron cinco años, otros ocho. En fin, ahora sé que era un perro joven, jodido, pero joven.
Claro, se me olvidaba. Mis perras lo amaron y él a ellas. Jugaban y hacían lío por todos lados. Por fin tenía una manada y él era el alfa protector. Créanme, me costaba que me obedeciera.
Confieso que había días que me arrepentía de haberlo adoptado. Sobre todo en el tercer intento de morderme, cuando se le aventó al perro del vecino y al ladrar, todos los días, a las seis de la mañana (nunca he sido de despertarme temprano). Durmió en su jaula unos días (ya sé, no me juzguen, pero no me dejaba dormir), hasta que el corazón le ganó a la razón y, gracias a los dioses, me cambié de casa (asunto arreglado).
Lo dejé de llevar conmigo a todos lados. Ya se llevaba bien con la señora del aseo y protegía la casa y a las perras. Todo funcionaba de maravilla. Siguió siendo mi sombra. Iba al baño y me seguía, a mi cuarto y me seguía, la cocina, la sala, en fin, a todos lados, como si fuera un maltes faldero. Ni siquiera las perras me demostraban tanto amor y cabe señalar que las adoro. Nunca, en verdad nunca pensé que Mendrugo me robara el corazón de esa manera y, lo más raro, es que no fue inmediato. Con el paso de los años me fue ganando y demostró una ternura inusual, pero que encontramos de forma recurrente en los perros que han estado expuestos a tanto sufrimiento. Mis perras vivieron en la calle, pero poco tiempo. Mendrugo fue un perro solitario y maltratado por anda saber cuántos años, su amor por mí era un regalo, y me lo daba sin pedir nada a cambio.
Y así pasaron los años… Mi perro creció y se enfermó, mucho. Primero una enfermedad autoinmune en colon, para lo que, hasta la fecha, toma medicamentos. Después una insuficiencia renal, hepatitis por leptospira (les encanta cazar tlacuaches), ojo seco (para lo que necesitó una cirugía) y, por último, una hernia discal. En esa seguimos. El dolor, la falta de sueño, la polifarmacia. Dos veces internado: la primera por la cirugía, la segunda por una infección en la herida. Por desgracia, el ser humano aprende a apreciar lo que tiene cuando está a punto de perderlo. No nos damos cuenta, porque envejecemos más lento (para mí es lo mismo que vivir más) y, al voltear, nos encontramos con un ser hermoso, que ha compartido su vida por años, ya lleno de canas, cansado y adolorido. ¿En qué momento se le fue la vida? En realidad, doce años no es nada, pero para ellos es todo.
El otro día le dije, a sabiendas de que me entiende:
–Ya te inmortalicé.
Me miró con esos ojos tristes, típicos de los viejos.
–Estás en Karonte, mi novela.
Movió la cola.
Una manía mía. Siento que al escribir todo trasciende, incluso lo que más queremos. Desde mi primera novela, incluí a mis perros. Mendrugo aparece en dos.
Ayer pensé que lo perdía, de hecho llevo semanas pensándolo. Tanto sufrimiento para un alma pura, no es justo. Pero esta puta vida no lo es, y ellos, como seres vivos, deben sufrir al igual que todos los que habitamos esta Tierra (si Dios hubiese sido justo, habría reservado el sufrimiento para los seres humanos).
Ahora sigue conmigo. No duerme bien, porque se mueve y suelta alaridos (no exagero). Llego a mi casa con miedo, sin saber qué esperar, qué me voy a encontrar. Pero me recibe una cola negra moviéndose de un lado a otro, y un ladrido de urgencia, de extrañamiento.
–I won’t let you fall –le canto–. I won’t let you go. No matter where you are, no matter where you go, I’ ll be there.
Todo aquel que ha amado a un animal, un pedazo de su alma se queda con ellos, para la eternidad.