Un llanto se escuchó en el interior del bosque. Tan fuerte que las criaturas de plumas de colores con ojos leoninos, se aproximaron para averiguar su origen. Con grandes patas y cuerpo de lobo, se movilizaron, sigilosas, a través de los árboles. Eran tan grandes como una leona. Uno de ellos se detuvo al contemplar a una mujer junto a un bebé humano. Le acarició la mejilla, lo tomó en sus brazos y besó su frente. El crío dejó de llorar y emitió una risita.
–Lo siento, mi niña. Debes quedarte aquí. Ellos vendrán por ti –aseguró la mujer con pesar. Al poco, levantó la mirada y oteó a las criaturas que, inmóviles, la observaban.
–Confía en mí, aquí estarás bien.
Se consolaba a sí misma, justificaba abandonar a su cría en medio de uno de los parajes más peligrosos de la Tierra.
La abrazó y besó de nuevo. Lloró y la dejó en el suelo, la contempló un breve momento, tapó su pequeño cuerpo con una manta dorada y suspiró.
–Hasta pronto, mi pequeña Kouzel.
La mujer partió. El bebé lloró al saberse sola. Tres de los animales se aproximaron a ella y la olfatearon con sus largos hocicos. Uno de ellos gruñó. El resto de la manada se mantuvo a una distancia prudente. Una hembra con plumas azul claro en el lomo y amarillas en la cabeza, se echó junto a la niña. El restó se marchó y las dejó solas.

Los aullidos despertaron a Jonás. La última vez que las bestias se habían puesto tan alteradas fue cuando aquellos cazadores quisieron entrar a su territorio. La manada hizo lo suyo; llamar al resto y despedazar a los forasteros. Estaba seguro que esta vez no sería la excepción. Aun así, decidió ir a echar un vistazo. Tomó una gruesa capa de piel de zorro y se cubrió los hombros. Salió de su cueva, la más grande en el territorio de los bárbaros. Los aullidos eran más intensos fuera. Jonás se llevó ambas manos a las orejas y anduvo hacia la fuente de sonido. Cuatro hermosos felux lo contemplaron, uno de ellos era más grande que el resto: tenía plumas azules y verdes, su cabeza era negra y sus ojos tan celestes que parecían casi blancos. Jonás se detuvo. Mas allá de los cuatro animales, contempló a una hembra echada junto a un pequeño bulto. La bestia de cabeza negra gruñó. Jonás decidió rodearlos y acercarse lo más cauteloso posible a la hembra. Desde su distancia, era imposible determinar lo custodiado por ella, pero cuando fue avanzando, escuchó el llanto del bebe. Soltó un resoplido y negó para sí; no era la primera vez que los otros pueblos les dejaban ofrendas. Algunos lo hacían pensando que ellos no los molestarían ni saquearían sus aldeas, otros creían que hacían sacrificios para honrar a sus dioses y otros, simplemente querían deshacerse de sus críos.
Podría dejar al bebe ahí y esperar a la manada, ellos lo comerían y el problema estaría resuelto. No era la primera vez que alguno de los suyos se hacía de la vista gorda y dejaba un niño indefenso en el bosque. Pero él no era como ellos. Así que avanzó hasta quedar a una distancia prudente de la hembra y el niño. La bestia le enseñó los dientes. Jonás suspiró, ahora entendía la razón… el bebe seguía vivo gracias a ella.
El hombre dejó su arma en el suelo y se puso a la altura del animal mientras levantaba las manos a nivel de su cabeza. La hembra se calmó y miró al crío, quien dejó de llorar.
–No le hare daño, hembra felux.
Poco a poco caminó en cuclillas hacia el bebé. La hembra gruñó y se mantuvo en su lugar. Jonás posó ambas manos sobre la niña y le quitó con cuidado la manta dorada para inspeccionarla. Tenía un ojo dorado y uno negro, una boca carnosa enmarcaba sus rasgos junto con una pequeña y respingada nariz. Una de sus muñecas estaba adornada por una pulsera de cuentas de colores y en su cuello colgaba una medalla con la imagen de una estrella de cinco puntas envuelta en un círculo. Jonás soltó un suspiro. Esta niña provenía de la gente de las montañas, un territorio cercano al de los bárbaros. La madre de la niña se descuidó mucho al ponerle esos adornos; la gente de las montañas se caracterizaba por utilizar ese tipo de joyería y, sobre todo, muchos de ellos creían secretamente en la magia y se decía que la practicaban. “La magia”, pensó Jonas. Tantos problemas que había ocasionado en su mundo. El miedo a esa clase de poder obligó a los pueblos a perseguir a todo aquel considerado diferente. Una cacería que había erradicado a la mayor parte de los magos. Además, se castigaba con la muerte a los protectores de los hechiceros; esta era una fuerte razón para que la gente entregara a los magos al consejo. Ninguno quería convivir con ellos, les temían, no tanto por su magia, sino por las consecuencias de permanecer cerca de ellos. Algunos pueblos eran más perseguidos que otros. La magia, se sabía bien, era transmitida de generación en generación, y para activarse cada mago necesitaba de un ritual hecho por un brujo experimentado. Había que despertar la magia; enseñar a usarla y, sobre todo, a esconderla.

El guardián de las sombras. Capítulo 1 Mi Maya, mi alma gemela.