Kouzel viró y salió de la montaña con los ojos de los dos magos siguiéndola. Sabía que no estaría sola pero necesitaba un momento de paz para pensar. Se detuvo frente a la planicie para contemplar con detenimiento el rocío de los pastizales y al sol esconderse por el oeste mientras deja a su paso pinceladas color naranja-morado. Sus manos tocaron la boca y cerró los ojos. El beso de su visión se revivió, los labios suaves del chico de cabello negro con mirada brillante y comprensiva. La veía con amor. Suspiró, se sentó en el suelo y acarició con una mano el pasto húmedo. Estiró los brazos por encima de su cabeza y dobló su cuerpo hasta tocar la superficie. Se sobresaltó al sentir la vibración de la tierra, el hormigueo en sus manos, el calor en su cuerpo. Ahí se quedó, en silencio. Por unos minutos no tuvo visiones ni recuerdos. Sus sentidos permanecieron en la tierra, en las raíces invisibles que sentía emerger de su cuerpo anclándose a un centro de poder que la reconfortaba.
Hasta que anocheció. Kouzel se incorporó y sintió la urgencia de volver. Cuando cruzó la brecha de la montaña, escuchó unos gemidos. Pasó junto al elemental, el hechicero de ojos azules y fríos. Lo miró de soslayo sin prestar atención en su gesto, lleno de malicia y repulsión. El Sabio se cruzó frente a ella como una sombra y la saludó con una inclinación de cabeza. No lo escuchó, se movía cual fantasma en una dimensión paralela. Unos metros más adelante, Sahari había sido atada de pies y manos. Su espalda descansaba en la fría piedra del altar, adornado con un cráneo humano y uno de ave, varias plumas negras en un perfecto círculo alrededor de los elementos y, al centro, una vela negra con símbolos dorados esperaba a ser encendida. Junto a la berumen se hallaba un cuenco de madera del tamaño de un coco y una daga confeccionada en piedra. El arma se asimilaba a la de ella, la misma que le dio Jonás antes de partir. Se detuvo unos segundos frente al altar hasta que los gemidos la atrajeron hacia el lugar donde resguardaban al cazador: habían desatado sus manos y pies, tomaba su cabeza con ambas manos y se la golpeaba como si quisiera despertar de un mal sueño. El cambio de tonalidad de sus gemidos lo hacían parecer un ciego con la lengua cortada o un niño desorientado aprendiendo a hablar. Después comenzaron las vocalizaciones. Un grito agudo. Un grito grave. Kouzel retrocedió un poco, con miedo. Novak se desplomó y el silenció ocupó el espacio. Una cortina de humo se formó detrás de la maga que aisló a la pareja del resto de la cueva. Ella se animó a acercarse, en cuclillas le tomó el rostro y lo obligó a mirarla. El cazador sonrió y acarició con una mano la suya. La piel de Kouzel se erizó, un escalofrío recorrió su entrepierna, un vacío agradable se formó en su vientre.
La besó. Sus bocas se fundieron a la perfección, como si ese beso formara parte de muchos más.
–Mi hermosa Julieta –le dijo él con sus bocas aun unidas en saliva y deseo.
La maga se dejó llevar, su cuerpo se relajó ante el contacto del chico, su mente la condujo al momento en que la besó por primera vez: en el portón de madera con dos piñones vigilantes, los ladridos a lo lejos y el cordón tenso en una de sus manos dando constantes jalones.
Nunca se sintió tan feliz como ese día. Y desde ese día supo que él era su verdadero amor.