Abro los ojos, me siento perdida. ¿Dónde estoy? El techo está muy próximo como si fuera a aplastarme, ¿qué pasó? Lo último que recuerdo es la cena con Jorge: estábamos en un restaurante cerca de casa, después… no puedo recordar. La cabeza me duele, intento mantener los ojos abiertos pero los siento aletargados, tengo que ir al baño. Con dificultad logro levantarme de esta cama y camino hacia la puerta: está cerrada. Voy hacia la ventana, intento abrirla pero no solo me siento torpe, sin fuerzas, sino que alcanzo a ver pequeños candados puestos minuciosamente; respiro hondo y contengo las lágrimas. Lo único que veo en esta habitación es la cama en la que desperté. Comienzo a gritar, apenas y me sale la voz, manoteo la puerta con desesperación, sin fuerza. De pronto la vista se me nubla, pierdo el equilibrio, caigo al suelo y me golpeo la cabeza. El dolor me aturde, cierro los ojos e intento pensar: ¿habrá sido Jorge quien me trajo aquí? ¿Dónde está? ¿Por qué me siento tan mal? Apenas lo conozco, había salido tres veces con él, la primera cuando me invitó un café después del curso donde charlamos plácidamente. La segunda en casa, donde se ofreció a cocinar y yo lo invité a quedarse a dormir. Jorge no pudo haber sido, era el primer hombre con el que me animaba a salir después de varios años; a mis veintinueve no había tenido muchas relaciones serias por culpa de mi trabajo, y cuando lo conocí todo cambió. Hasta ahora todo marchaba perfecto, hasta ahora.
Me levanto nuevamente y siento más vértigo, voy a la esquina del cuarto y orino en el piso, el charco comienza a expandirse. No me importa. Busco mi bolsa y la hallo en el piso, junto a la cama. Mi cartera está vacía y mi celular no está. De nuevo me ataca un dolor punzante y me llevo ambas manos a la cabeza.
Comienzo a exigir a gritos que me abran. Guardo silencio y escucho un ruido muy sutil; pego la oreja a la puerta con la intención de identificarlo y me tambaleo.
Se abre la puerta y veo una mujer rubia de ojos claros de unos cincuenta años. Trae una bandeja con un plato de huevos fritos y otro de fruta. La miro fijamente unos segundos, la empujo, comienzo a correr pero las piernas no me responden. Me topo con unas escaleras, las bajo con torpeza. Una puerta aparece, giro la manija y no abre. No sé qué hacer. Necesito salir de aquí. Encuentro la cocina, veo una pequeña ventana arriba de la estufa, tomo una silla, me subo y logro abrirla. El corazón me da un vuelco; afuera solo hay árboles y perros guardianes. No importa, prefiero ser atacada por los perros a permanecer encerrada en este lugar.
–No lo entiendes, te estamos protegiendo –escucho una voz a lo lejos.
–Por Dios –exclamo en voz alta.
Logro meter la cabeza por la ventana pero es una apertura pequeña, no cabe mi cuerpo, es imposible escapar por ahí. Mi mente no deja de pensar, ¿si tomo un cuchillo y mato a la señora? Y, ¿los perros? Amo a los animales soy incapaz de hacerle daño a alguno…
Encuentro un cuchillo grande, lo tomo con fuerza, la mano me tiembla. Aparece una silueta que no puedo reconocer, de pronto se acerca y es la mujer rubia que sonríe como si mi actuar fuera cómico.
–Suelta eso– me ordena –, puedes hacerte daño.
Por un momento bajo la guardia, veo el cuchillo en mi mano y lo suelto. La sonrisa de la mujer se agranda. Reacciono y recojo el cuchillo. La mujer se congela.
–¿Estás loca? Me tienes encerrada aquí y encima me ordenas que suelte esto –digo mientras levanto amenazante el cuchillo.
–Él no estará nada contento con tu comportamiento –me dice.
Ahora yo me paralizo, no es lo mismo enfrentarme a Ella que a Él.
–Ábreme la puerta o te lo clavo –la amenazo.
La mujer da unos pasos hacia mí y su seguridad me hace pensar que está armada.
–¿Qué quieres de mí? –le grito mientras bajo el cuchillo.
–¡Que te comas el desayuno!
No alcanzo a descifrar qué está pasando, siento que me falta el aire, pierdo la fuerza en las piernas, comienzo a tambalearme. Mi visión se estrecha, mis pensamientos se aceleran. Respiro hondo y me obligo a tranquilizarme, inhalo y exhalo una y otra vez.
–¿Acaso no sabes dónde estás? –me dice la rubia.
No puedo decir nada, pero me aterra la duda de si debería reconocer el lugar. Giro la cabeza y veo un enorme ventanal que solo deja ver un bosque espeso. Regreso la mirada al interior del lugar y en una mesa veo un jarrón plateado. Lo tomo y antes de que logre lanzarlo contra el ventanal una voz masculina me grita.
–Suelta eso, Laskia.
¿De dónde salió? Es alto, robusto, me contempla retándome. Devuelvo el jarrón a la mesa, ya no puedo sostenerlo por el peso. El hombre revestido todo de negro señala con el dedo índice el cuchillo y yo lo sujeto amenazante.
–¡Le dije que te mantuviera quieta, esa estúpida pagará por esto!
Avanza hacia mí y me abalanzo hacia él, que con un solo movimiento me arrebata el cuchillo y me lanza al suelo, me gira, sostiene mis manos con fuerza y hace una mueca de sonrisa.
–Suéltame –le suplico con voz temblorosa.
El hombre chasquea la lengua y me levanta con facilidad. Lleva mis manos hacia mi espalda y las aprieta con fuerza.
Intento zafarme en vano y sin pensarlo le propino un cabezazo. Un hilo de sangre corre por su frente. Su expresión cambia. Levanta una mano y me abofetea con tal fuerza que caigo al piso y me llevo las manos al rostro. Empiezo a gemir y de inmediato el hombre me levanta, me echa en su espalda y empieza a caminar. Pasa a un lado de la rubia y con la mano que le queda libre le da un puñetazo. De reojo logro ver que la toma del cuello.
–¡Te lo advertí!
De pronto me suelta y no quiero ver lo que hará.
Pasan unos segundos y escucho que la rubia se asfixia y patalea. Volteo aterrorizada: el hombre tiene las dos manos en su cuello. La rubia trata de forcejear pero la fuerza del hombre robusto gana. Ella ya no se mueve y cae al piso, muerta. Gira hacia mí, me levanta, acerca tanto su cara a la mía que me desvanezco.

Abro los ojos y estoy adonde comenzó todo, en esta habitación. Veo la ventana y me doy cuenta que ya es de noche. Intento levantarme pero descubro que estoy atada de pies y manos. Grito que me desaten, la vejiga me va a reventar.
Sacudo las piernas y brazos en un intento de zafarme. Espero que el ruido atraiga a alguien y me dejen ir al baño. Los minutos parecen eternos. Cuando me doy por vencida se abre la puerta. Es un hombre encapuchado. Se aproxima a mí sin decir palabra. Me desata y me señala el acceso. Me conduce al baño y escucho girar el cerrojo. Vacío mi vejiga lo más rápido que puedo, me froto pies y manos y de puntillas me acerco a la puerta y aguzo el oído. Distingo dos voces murmurando.
–¿Cuanto tiempo tenemos? –pregunta una voz que con estupor reconozco al instante.
–Poco. Cuidado con lo que dices, puedes llegar a revelar cosas que no debe saber.
–Pero de alguna manera las sabe –dice la voz familiar.
–No en el contexto humano, lleva tanto en la Tierra que poco le queda de anakim.
Se escuchan pasos. Me alejo de la puerta y espero. El encapuchado aparece y me hala con fuerza de un brazo. Me conduce a las escaleras hasta llegar a una sala donde está el hombre de negro, quien mira fijamente y esboza media sonrisa. Me ordena sentarme a su lado. Mi acompañante se retira la capucha. Es el hijo de puta de Jorge.
–Hola, Laskia –me dice el hombre fornido–. Sé que escuchaste parte de nuestra conversación.
Asustada, lo miro. Después contemplo al hijo de puta de Jorge.
–Nuestro encuentro en la mañana no fue agradable. Soy Bolzar.
Giro hacia Jorge y le escupo con rabia.
–No voy a parar hasta verte muerto.
Una fuerte carcajada sale de su garganta. La impotencia me descompone. Miro mis manos trémulas. Jorge también las ve y ríe más fuerte. De un impulso quiero levantarme cuando una mano se posa sobre mi hombro y me lo impide. Es Bolzar.

El ritual La pérdida